jueves, 1 de marzo de 2012

Pocho, el Negro y la reina del cemento

(APe).- Amalia Lacroze de Fortabat encabezó durante décadas el más perfecto modelo industrial paternalista heredado de su marido, “Don Alfredo”. El clásico sistema de ciudades-fábrica que ponían en marcha la figura mítica del padre-padrone. Era tan amada como detestada. Reina del toma y daca como ninguna murió a los 90 años con una investigación en ciernes por presunta instigación de la muerte de un abogado laboralista en 1977.

Javier Ponce, “Pocho”, fue un soldado veterano de la guerra de Malvinas. Como tantos otros ex combatientes fue protegido por ella e incorporado a su fábrica Loma Negra. La misma en la que Carlos Alberto “el Negro” Moreno, defendía a los obreros. Cuando lo asesinaron, Pocho tenía apenas 13 ó 14 años.

Era un sobreviviente. Andaba por la vida como podía. Demasiadas veces se hundía irremediablemente en las drogas y el alcohol. Otras, alzaba la cabeza y sonreía y por un ratito nomás parecía que se iluminaba. Una de sus tantas internaciones coincidió con un acto en la Plaza Aguado de Olavarría lleno de pompas militares, birretes, discursos grandilocuentes y mucho uniforme. Se cumplían 20 años de la guerra de Malvinas y ninguno de los militares se acordó de él. Era, a sus ojos, quien desde su historia y su presente aportaría desprolijidad al evento. Sólo lo hicieron con un tímido “y que Pocho se mejore” un grupo de chicos de una de las barriadas más pobres de la ciudad que lo querían bien. Pocho les había contado de aquellos días en las islas en que lo estaqueaban por robar comida y lo dejaban cerca de los tanques de combustible desnudo entre la nieve. Les había mostrado su pierna que se parecía demasiado a un trozo de madera y que cuando él la golpeaba hacía el clásico “toc toc”. Les habló sin ahorrarse nada de cómo las noches lo ahogaban y no lo dejaban respirar. Pero Pocho se dejó morir y lo logró un año más tarde. Le resultaba imposible ponerse en pie después de tanto horror.

El era uno de tantos agradecidos a “la señora”. Así la llamaban todos. Y él, con un puesto en la fábrica, había sido uno de los destinatarios de esa “bondad” que en la villa cementera y en la ciudad conocida como “capital del cemento” le significaron a Amalia Lacroze de Fortabat el sitial de la veneración.

Cuando ella se transformó en la única heredera de todo el paquete accionario de Alfredo Lacroze no hizo otra cosa que profundizar su estilo. Aunque, eso sí, se encargó de triplicar rápidamente las ganancias de la megaempresa cementera como lo que fue: una digna capitana de la industria. Tal vez uno de los trabajos más detallados y sólidos sobre fortuna, personalidad y estilo de Amalita está en “Los dueños de la Argentina”, de Luis Majul. “Don Alfredo Fortabat tenía un estilo de conducción muy similar al de patrón de estancia del siglo pasado. Un empleado muy cercano a él, explicó que se creía Luis XIV, el rey de Francia que pasó a la historia con la frase `El Estado soy yo`”, describe a la perfección. Ella, en cambio, dijo alguna vez que “me siento identificada con Catalina la Grande”, aquella mujer que imperó en Rusia entre 1762 y 1796 que protegió a sabios y filósofos y que –cita Majul- “hizo olvidar así su violencia, su despotismo y sus costumbres”.

Alfredo Fortabat fue, en definitiva, el gran precursor en Argentina de ese modelo paternalista industrial que empezó a morir hacia los 80 producto del peso de la globalización, la robotización y la merma en la rentabilidad. Fortabat asumió como nadie esa actitud de padre-padrone que implicaba una clara política tutelar que se encargaba aún de los detalles más mínimos. Al punto tal de generar como claro modelo empresarial la gestación del modelo de ciudades-fábrica.

Macario Alemany, en “El concepto y la justificación del paternalismo” (Universidad de Alicante) describe cómo “los patronos paternalistas iban mucho más allá del pago del salario y proveían a los obreros de economatos, viviendas, cajas de previsión, educación, servicios religiosos, pero siempre supeditado a la continuidad en la empresa y al buen rendimiento en el puesto de trabajo”.

Entre el 70 y hasta entrados los años 80, Loma Negra Olavarría llegó a tener 2600 obreros. Y por cada uno, había 14 trabajadores indirectos. El antropólogo industrial Carlos Paz definió que “a la gente de la comunidad la hacían sentir parte de la empresa: en la comunidad se reproducía la vida social de la fábrica. Se impulsaba un sentido de pertenencia en el que se premiaba a quien tenía la casa mejor arreglada”.

Hoy, tan lejos de todo aquel idilio sobre el que se pergeñó el mito, una fábrica como L`Amalí tiene menos de un centenar de operarios en una industria absolutamente robotizada.

Mientras tanto, se había ido amasando una de las fortunas más inmensas del país y no por casualidad. El hijo varón que Amalia Lacroze no pudo concebir fue la planta de Loma Negra Catamarca que se construyó gracias a una de las últimas medidas magistrales de José Alfredo Martínez de Hoz: la promoción industrial. Le permitió la desgravación del impuesto a los capitales hasta 1989, la desgravación del impuesto a las ganancias, la exención de derechos de importación hasta un monto superior a 23 millones de dólares. La inflación rápidamente se encargaría de licuar su deuda impositiva.

En enero de 2001 Villa Alfredo Fortabat, ajena a desgravaciones, enriquecimientos y acuerdos magistrales, se hundía en la desesperación y la tristeza. Uno tras otro, los últimos mohicanos de la fábrica, iban cayendo. Uno de ellos decía a esta cronista cómo después de 26 años de "dar la vida por la empresa, cuando salí de mi turno me avisaron, como a mis cuatro compañeros (del sector), que quedaba afuera. No veo futuro y lo sentimos todos. Tratamos de salvarnos, de hacer la nuestra mientras podemos pero el comercio ya no responde. Ya no es una herramienta para vivir. Por eso no me siento tranquilo. A los primeros que nos echaron todos nos miraban de reojo, incluso la familia, preguntándonos qué macana nos habíamos mandado. Qué cosa habíamos hecho mal. Hoy ya eso no se pregunta. Todos saben que les puede tocar cualquier día".

Ni ese obrero ni ningún otro imaginaba los pactos de cartelización entre las megaempresas cementeras del país en donde Loma Negra se llevaba las tajadas más suculentas. El precio de la bolsa del cemento en ese tiempo de cualquiera de las cementeras argentinas era entre un 50 y un 80 por ciento más caro que el de Chile, Brasil o Paraguay. Un testigo clave del juicio por la cartelización que implicó a la empresa una multa de 200 millones de dólares (incluyendo a sus subsidiarias) que terminó siendo absorbida por su compradora, la brasileña Camargo Correa.

Ni ese obrero ni tampoco ningún otro imaginaba tampoco cómo se había construido un imperio a su costa y a costa de muchos otros miles como él. Un imperio que Amalita heredó y luego multiplicó como maná que caía del cielo: 23 establecimientos de campo de más de 160.000 hectáreas, numerosas compañías cementeras, varios aviones, barcos, helicópteros, automóviles, un campo en Estados Unidos, casas dentro y fuera del país, varios medios periodísticos, pinturas originales de enorme valor económico, formaban parte del paquete.

Amalita era todo eso. Era la prebenda y el autoritarismo. Era la vejación de las dignidades y la defensa a ultranza a sus protegidos. Y no entender los motivos de la veneración a pesar de sus maltratos y desplantes es no comprender ese modelo aceitado y casi perfecto para los bolsillos de la reina del cemento. Después de todo, resulta mucho más simple comprender el modelo llano de explotación a través del cepo y el látigo.

Cuando hace una semana murió en su propia casa de avenida del Libertador su nombre ya estaba en boca de muchos. Es un secreto a voces que el juicio por el secuestro y asesinato de Carlos Alberto “el Negro” Moreno, abogado que representaba a los trabajadores de esa megacementera, derivará seguramente en un planteo de investigación al rol de Loma Negra en esos años. Y como una empresa como tal no podría haber terminado sentada en un banquillo, “la señora”, de haber vivido para entonces, hubiera debido ocupar ese lugar.

Seguramente, si se hubieran conocido, si hubieran coexistido temporalmente, “el Negro” y Pocho se hubieran llevado bien. Los dos eran de los arrabales. Los dos eran buena gente. A los dos, de diferentes maneras, los mató la dictadura.

Pocho veneró a “la señora”. El Negro la enfrentó desde las herramientas del derecho. Echó luz sobre un sistema disciplinador al que muy pocos se le atrevían. Logró probar que muchos de esos hombres a los que se le construía la casita, se les pagaba la atención médica cuando no les alcanzaba el salario o se les becaba al hijo para que pudiera ir a la universidad, también se los enfermaba de muerte silenciosa. También sobre cada uno de ellos la amiga de Martínez de Hoz, de Palito Ortega, de Carlos Saúl Menem, de Fernando de la Rúa o de David Rockefeller amasó su reinado.

Por Claudia Rafael

Fuentes de datos: Los dueños de la Argentina, de Luis Majul y entrevistas propias.

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